En el sueño exploro con emoción la casa nueva. Ya la he recorrido antes, pero ahora mi familia y yo nos hemos trasladado a ella, así que la examino palmo a palmo, recreándome en cada rincón.
Salgo al jardín. Luce desangelado, queda mucho por hacer para que parezca un jardín de verdad. Amarrados a sus tutores, algunos arbolillos enclenques se yerguen con dificultad sobre la zahorra, hacia el cielo despejado. No hay nada más. Ni una minúscula flor. Solo un muro de cemento desnudo acotando el espacio. La imagen es un poco dura, pero pienso: “Cuando estos árboles sean lo suficientemente altos y frondosos como para dar sombra, mis hijos habrán crecido también. Los niños y los árboles crecerán juntos”.
Entonces dirijo la mirada hacia la izquierda, y descubro con sorpresa que el jardín no acaba ahí, hay un recodo en el que no habíamos reparado, ¿cómo es posible? Doblo esa esquina y, maravillada, me encuentro ante otra porción de terreno, un jardín detrás del jardín. Allí, la hierba es brillante, mullida y fresca, así que me descalzo para sentir el verde tierno bajo mis pies. Y decido que en ese espacio secreto pondré una mesa y una silla. El jardín detrás del jardín será mi lugar privado para escribir.
Tuve este sueño unos días antes de mudarme con mi familia a la casa en la que vivimos desde hace veinticinco años. Al mismo tiempo, lo vivido en el sueño también lo experimenté en la realidad. Todo menos la última parte: el descubrimiento del jardín detrás del jardín. Ese desenlace es puramente onírico. Sin embargo, que sea fruto del sueño no significa que esa parcela cubierta de hierba no exista. El jardín trasero, con su mesa y su silla, se encuentra dentro de mí. Es un espacio muy real, desde el cual escribo. Por eso bauticé este blog como El Jardín Trasero. Aquí sueño cuentos y cuento sueños, con los pies desnudos sobre la hierba.