Detrás del gesto de una de tus figuras de lana puede ocultarse (o desvelarse) un fragmento de uno de tus diarios, un poema, la mirada fugaz de alguien con quien te cruzaste una vez, una historia de tu infancia o una canción, incluso aunque tú no lo sepas. Detrás de ese gesto, está la cultura, la historia de la humanidad. Los frutos de nuestra actividad creativa están impregnados de las experiencias de nuestra trayectoria vital; de todo lo bueno y lo malo que hemos experimentado y visto, hasta de lo que se halla en el último pliegue de nuestro subconsciente, pues todo ello conforma nuestro mapa personal escondido.

Digo que está escondido porque puede pasar mucho tiempo sin que sepas de su existencia, ya que su trazado se ilumina a tus espaldas, silencioso, a medida que tú caminas. Se trata de un mapa paradójico, que solo puedes descubrir y descifrar si te giras y observas atentamente, pues cuando emprendemos ese viaje que es la vida y acometemos el difícil trabajo de nuestra auto construcción como seres humanos, la búsqueda del camino y el camino son la misma cosa.

El sentido se despliega en el surco que los hombres van abriendo en el camino de su existencia

Manuel Cruz, Narratividad. Nueva síntesis

Sí, lo sé. Esto de que “se hace camino al andar” es una idea que nos suena a todos. Yo también lo sabía, pero hay momentos en los que una siente que algo que sabía desde siempre, de pronto es comprendido “con todo el cuerpo”. A mí me ocurre así, y no sé describirlo de otra forma. Comprender con todo el cuerpo algo que se sabía -y se entendía intelectualmente- es como sentirse atravesada por un rayo de luz, la emoción te sacude de arriba abajo, vibras de alegría y ahora sí, la idea también te pertenece. Solamente cuando pude reconocer en una de mis figuras mi propio mapa me sentí capaz de empezar a impartir talleres de lana. Algunas personas llevaban un tiempo sugiriéndomelo, pero yo siempre lo postergaba. Y es que, si hubiese comenzado antes, habría podido enseñar la técnica para confeccionar una muñeca: “así se hace el armazón de alambre, ahora vamos cubriendo de lana, hacemos nudos aquí y allá, fieltramos con la aguja…” Pero no habría podido responder a la pregunta que solían hacerme los amigos o las personas que me compraban alguna figura: “¿Cómo haces para que parezcan vivas?”   

La primera vez que yo lo experimenté, es decir, cuando emergió a la superficie mi mapa escondido, se me abrió un fascinante mundo de posibilidades, y desde entonces ya no volví a trabajar de la misma manera. Hasta ese momento, la mayoría de las veces confeccionaba hadas, gnomos, elfos y demás seres mágicos de la naturaleza, inspirados en los juguetes y cuentos de la Pedagogía Waldorf. Eran figuras bonitas, la gente las encargaba para hacer regalos de cumpleaños, por Navidad, o para sí mismos. El mejor halago que recibían mis trabajos era que aquellos personajes tenían algo especial, que parecía que “tenían vida”. Sin embargo, a mí siempre me quedaba un resquicio de frustración, porque generalmente, aquello que en mi imaginación yo había proyectado como personajes con una majestuosidad arrolladora, una vez materializada la idea, el resultado se quedaba en “muñecas bonitas”. Sentía que la técnica me encorsetaba y que siempre terminaba haciendo más o menos lo mismo en distintas versiones y colores. No me daba cuenta de que no era la técnica lo que producía esto, sino mi actitud a la hora de trabajar.

Un día, por jugar, me planteé no proyectar nada concreto, sino trabajar sin más, con la alegre despreocupación de una niña pequeña; respiré hondo, traté de vaciarme de prejuicios y permitir que la figura, de alguna manera “viniese a mi encuentro”. Así lo hice, fui dando forma a una figura con toda la libertad de que fui capaz, y después de un par de horas, el fruto del experimento fue una niña con un vestido verde jade y zapatitos rojos. Satisfecha de haber podido trabajar, como aconseja el taoísmo, vinculada a la acción y desvinculada del resultado, coloqué a la figurita sentada en la repisa que tengo sobre la mesa de trabajo. Esta vez no era un hada, ni un elfo, era una niña humana, y parecía mirarme con curiosidad desde la repisa, con sus pequeños pies cruzados y las manos apoyadas a ambos lados del cuerpo.

Era una simple niña, y no, ella tampoco tenía una majestuosidad arrolladora. Pero traía algo mucho más grande: una historia. Esto era nuevo para mí. Anduve varios días intrigada, ¿a quién me recordaba aquella niña de lana? ¿cómo se llamaba? ¿de qué hablaba aquel cuerpecillo frágil que se inclinaba tímidamente hacia delante como para observar lo que ocurría en la mesa del taller?  Por fin, tras darle muchas vueltas al asunto, me llegaron todas las respuestas juntas: una tarde que estaba trabajando en el taller, alcé la vista hacia la repisa y dije: “Lolín. Ese es tu nombre”.

Lolín era el nombre de mi madre cuando esta era una adolescente flacucha, era a ella a quien me evocaba la figurita, y las historias que traía consigo eran las maravillosas narraciones que mi madre nos ha hecho a mis hermanos y a mí a lo largo de los años. Me estremecí de emoción y corrí a rebuscar en las cajas de fotografías hasta encontrar una pequeña foto en blanco y negro, con los bordes troquelados en zigzag, en la que aparece mi madre a la edad de doce o trece años, asomada a la ventana de su casa, sonriente junto a su perro Torky. Mi figura realmente no guardaba parecido físico con aquella niña que por entonces ignoraba que algún día sería mi madre, pero ambas compartían un aura de vulnerabilidad, de timidez, curiosidad, anhelos y algunos dolores.

Era eso lo que animaba a mis figuras. Incluso a las anteriores a Lolín. Algo tan elemental, y a la vez tan desconocido para muchos. Ahora que lo sabía, me sentía dueña de nuevas herramientas de creación. La primera: vaciarse. Vaciarse es plantarse con los dos pies en el momento presente, olvidar los prejuicios, olvidar aquellas láminas tan feas que nos hacían colorear nuestros maestros en el colegio, ¡sin salirnos de la línea!, despreocuparnos del resultado y disfrutar cada paso. Como los niños (los que aún no han empezado a colorear láminas), que se entregan sin reservas al juego, desenvolviéndose y expandiéndose con toda la confianza del mundo. Como los niños, pero desde nuestra posición de adultos. No somos inocentes (ni debemos serlo; ya no), pero podemos recuperar una buena parte de la frescura que se nos haya podido quedar en el camino, y decidir vaciarnos antes de disponernos a crear, hacer espacio para lo bueno.

Pero si no sé nada de la Leyenda sin par -dijo Gilly de la Piel de Cabra-.

Hay siempre un vacío antes de un comienzo -dijo la Adivina-. Esta tarde, cuando esté moliendo el grano en el molinillo, te contaré la Leyenda sin par.

Padraic Colum, El Hijo del Rey de Irlanda